Puede
parecer que todo español debe saber hacer una tortilla de patata. De hecho, es
tan habitual como que todo español deba saber torear. Así que, por si hay algún
español que no sepa cómo cocinar tan suculento plato o por si hay algún
extranjero al que se le quiera contagiar algo bueno que tenemos los españoles,
ahí va la receta de este manjar, que debía estar en la lista de los alimentos preferidos
por los dioses griegos junto al néctar (salvo por el detalle de que eran
griegos, y de tortillas de patata no tenían ni idea).
Ingredientes:
-
Patatas
(fundamentales, se nota en el nombre de la receta). Normalmente uso cuatro o
cinco patatas medianas tirando a grandes porque soy así de chulo.
-
Huevos
(también fundamentales en muchos momentos de la vida, pero en este caso nos
ceñiremos a su vertiente culinaria). Seis huevos medianos suelen ser
suficientes, pero como lo de “medianos” no lo solemos tener muy claro, conviene
tener algún otro en la reserva (vamos, como en la vida misma).
-
Una o dos
cebollas grandecitas.
-
Aceite (me
gusta el virgen extra, pero en eso, cada cual que asuma su responsabilidad).
-
Sal (utilizo
la marina, como los yanquis cuando quieren conquistar un nuevo territorio).
-
Papel de
cocina o pañuelo para secar las lágrimas que nos va a producir el proceso de
cortar la cebolla.
-
Sartén en la
que no se peguen las cosas (teflón, cerámica, etc.) Se puede usar una normal,
pero el esfuerzo nunca va a ser recompensado y sin embargo, si el resultado es
malo, sí será criticado. Sufrimientos los mínimos.
-
Cuchara de
madera para remover el mejunje que vamos a hacer.
-
Espumadera
para sacar las patatas y la cebolla si bien reconozco que nunca he entendido el
motivo de que se llame “espumadera” a algo que no hace espuma.
-
Mesa,
encimera o similar para poner las cosas, y cocina. Casi más fundamentales que
todo lo anterior salvo que queramos comer un mejunje crudo en el suelo.
Cinco y
Acción
Se cortan
las patatas (también es harto recomendable pelarlas antes, como en la mili) en
trocitos pequeños o “dados”. Se van poniendo en un plato con cuidado y cariño.
Se corta la
cebolla en trocitos pequeños. Se va poniendo en otro plato o en el mismo si
caben, entre lágrimas, moqueo y estornudos (de ahí lo del papel o pañuelo antes
mencionado).
Se calienta
abundante aceite (al igual que en los Autos de Fe de la Edad Media) y antes de
que éste comience a humear cual locomotora, se depositan cuidadosamente las
cebollas y las patatas. Lo de “cuidadosamente” es porque si el aceite salta,
tiene la mala costumbre de quemar, y en ese caso a los ingredientes
anteriormente mencionados habría que añadir un botiquín casero.
Se añade un
poco de sal al gusto y se remueve constantemente (como los políticos los fallos
del contrario) con la intención de que no se peguen (en este caso al revés que
los políticos).
Cuando
veamos que las patatas están adquiriendo un color amarillo tostadito y las
cebollas hayan perdido su tersura y sean una cosa blanda y fláccida (me niego a
hacer chistes a este respecto), cogemos hábilmente la espumadera y ponemos todo
ese producto en un colador, que no he enumerado en los ingredientes, pero lo
podemos añadirlo ahora, que para eso estamos en la cocina y no nos pilla tan
lejos. Entonces colocamos el resultado sobre una pequeña olla o recipiente para
que vaya soltando el aceite sobrante (ahora iba a hacer un chiste de LocoMía,
pero no me acuerdo).
Batimos con
vigor, alegría y alguna lágrima restante (es conveniente que ésta no caiga en
el preparado) los huevos… los de la gallina.
Vaciamos el
recipiente del aceite sobrante y mezclamos las patatas-cebollas y los huevos.
Nota del
autor: atentos, reciclar es vivir, así que nada de tirar el mencionado aceite
sobrante al fregadero, cada cual que
busque un método de almacenamiento para no cargarse el planeta a la tercera
tortilla.
El resultado
debe ser algo jugoso. No es que las patatas y las cebollas naden en los huevos
a modo de “Liberad a Willy”, pero lo importante es que no parezca que vamos a
hacer un pegamento en vez de una comida.
Se calienta
un poco de aceite en una sartén antiadherente (si es de teflón mejor que no
esté rallada, que es tóxico, lo dicen los señores calvos con gafas y bata
blanca que han estudiado).
Se vierte el
producto en la sartén y comienza la parte más difícil a la par que
artística de todo este tinglado.
Se van
separando los bordes de la proto-tortilla de los bordes de la sartén con la
cuchara de madera (hay quien usa un tenedor… allá cada cual). De vez en cuando
movemos salerosamente la sartén para evitar que la base de la futura tortilla
se quede pegada a la sartén y nos fastidie el invento.
Cuando
veamos que los bordes tortilliles están cuajados y la parte central empieza a solidificar
también (esto va en gustos, haya quienes les gusta más hecha y a otros menos),
usamos nuestra habilidad manual para poner un plato sobre la sartén y dar la
vuelta a la tortilla (tómese esta frase de forma literal, no metafórica). Si
comprobamos que ha quedado cuajadita por ese lado, depositamos con amor y
cariño la tortilla del lado crudo.
En caso de
que no haya quedado suficientemente hecha, no hay ley (todavía, nunca se sabe)
que prohíba ponerla un poco más.
Con la
semitortilla haciéndose por el segundo lado, se sigue el mismo proceso que
cuando hicimos el primero. Se permite la comprobación de su estado con la
maravillosa idea, nunca bien ponderada, del plato que facilita dar la
vuelta a la tortilla.
Una vez
hemos comprobado que ha quedado hecha por ambos lados y que no se desparrama
como si fuera una fabada, la colocamos suavemente sobre un nuevo plato
intentando que quede en el centro de éste. No es fundamental tal licencia
decorativa, pero queda mejor la tortilla en el centro del plato que en un lado
emulando al cuadro de los relojes blandorros de Dalí, que dan muy mal rollo.
Se
recomienda acompañar con un poco de pan y una cervecita.
Manjar de
dioses… estos seguidores griegos de Zeus no tenían ni idea… por eso
desaparecieron.
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