Aquella noche estaba nervioso. Nervioso como
cuando de pequeño tus padres te
iban a llevar al día siguiente al
parque de atracciones por primera vez; esa mezcla de apetencia y
desconocimiento que no te dejaba dormir. Al día siguiente sería
mi primera vez, mi primera vez en visitar al psicólogo.
Por una serie de catastróficas desdichas me vi obligado a recurrir
a los servicios de un profesional de la salud mental, algo que siempre había rechazado de plano, aun cuando mi única referencia hacia esta profesión eran ciertas viñetas de Quino que leí bastantes años atrás, pero que en ese momento se antojaba la solución adecuada.
Tras dormir poco y mal, dándole vueltas a si todo sería como había pensado y a si realmente me ayudaría, me encaminé
hasta el lugar citado con una idea en la cabeza de lo
que iba a encontrar que pronto quedaría destrozada por la cruda realidad.
Entré, pregunté
y giré a mano derecha para subir unas escaleras hasta
la consulta 5. Allí me esperaba la puerta cerrada y dos sillas, que tras mirarlas un
buen rato hicieron que temiese por mi integridad física. Decidí
esperar de pie. Mientras pasaban los minutos me decía a mi mismo que no había que ser tan superficial, que lo
importante está en el interior. En aquel caso el diván tenía que estar tras
aquella puerta cerrada, ¡claro
que sí!.
Pasaban lo minutos y yo, vago por
naturaleza, empezaba a mirar aquellas dos sillas cochambrosas con otros ojos.
Por allí pasaba gente que me miraba con cara extraña, desconozco si por estar de pie o
simplemente por estar allí.
Más tarde creo que
encontré la respuesta.
Ya habían transcurrido varios minutos
desde la hora fijada cuando un buen hombre se me acerco y me preguntó que si esperaba a
alguien. Aunque mi cara dejo traslucir levemente lo que pasaba por mi cabeza
esta vez me decidí por ser amable. Si, contesté, aunque me dieron ganas de explicarle que estaba allí admirando aquellas
dos sillas y esas paredes desconchadas tan bonitas para tomar notas para la próxima remodelación del centro, que seguro que Ana Mato lo tenía en mente. Al hombrecillo no pareció satisfacerle mi
completa y redonda respuesta, porque me volvió a preguntar, esta vez que si a quien
esperaba era a Paquita, la psicóloga.
En ese momento mi mundo se vino a bajo, ¡¿Como que Paquita?!. ¿En
serio? ¿Pa - qui - ta?. No
hombre, no, tenía que estar
equivocado. Ariel, Guadalupe, Mafalda, Messi… ¿Que se sho?, algo típicamente argentino, pero ¿Paquita?.
Una vez me hice a la idea la susodicha
apareció, abrió la puerta y me
indicó con un gesto que pasase. De disculparse por llegar tarde se olvidó, una buena manera de comenzar creando
confianza entre terapeuta y paciente. El interior de aquel habitáculo terminó con todas mis expectativas. Ni muebles de
caoba, ni cartapacios ni grandes ventanales. Y por supuesto ningún diván, simplemente un escritorio de metal que había visto tiempos mejores y otro par de
sillas que debían ser primas
hermanas de las de afuera.
Entonces Paquita, si PA-QUI-TA, empezó su recital. “Bueno, cuéntame”, me dijo. Joder,
así para empezar se me vinieron a la mente 10 años de golpe. Intenté, con un leve encogimiento de hombros,
que aquella menuda mujer me guiase, pero no sirvió de nada. Así que decidí empezar por mis problemas laborales, por
hablar de algo, ya que estábamos
allí… ¡Craso error!. Un leve comentario acerca
de mi jefe desató la verborrea de Paquita, quién durante los siguientes 20 minutos se dedicó a contarme sus
problemas con su jefa. Mira, ahí
si que parecía argentina la jodía.
En esos 20 minutos pasé del estupor a la vergüenza, al cabreo y cuando finalmente logré desconectar el
cerebro y mantener cara de sincero interés algo me hizo volver a la realidad. “Yo es que soy humanista, por eso llevo las consultas de manera muy
diferente”. Esbozando una
leve sonrisa por fuera y una carcajada por dentro, tomé nota mental de
buscar humanista en el diccionario cuando llegase a casa, a ver si ponía algo así como “profesional de la salud mental que utiliza la técnica de invertir los papeles entre médico y paciente para solucionar los
problemas de éstos”. Finalmente se me olvidó buscarlo.
Decidí ser positivo y darle otra oportunidad a
aquella mujer y tras pensar y decirme a mi mismo “no sos vos, soy yo”,
volví a prestar atención.
Me realizó otro par de preguntas a las que contesté con toda mi sinceridad y mi buena
voluntad, tras las cuales llego el remate definitivo: “Mira Alberto, ahora mismo te conozco yo
mejor a ti que tu mismo”.
Ahí salté. Salté porque había
que saltar, ¿o es que acaso
humanista tiene otra acepción
como “persona con súper poderes capaz de conocer a la gente
completa y perfectamente en media hora”?. Así que mostré
mi disconformidad con un sucinto “no, por ahí si que no, PAQUITA”.
Lo siguiente que me dijo lo guardaré en mis entrañas durante años: “Si, porque estás lleno de frustración y asco”. Levante una ceja, crucé los brazos y la miré. Me miró. Y así pasaron unos segundo incomodos hasta que decidió intentar otra vía, la de recomendarme que tenía que pensar en positivo. Con esto terminó la consulta, dándome cita para dentro de tres meses e
insistiéndome mucho en que
pensase en ello. ¿En qué Paquita?, ¡¿EN QUÉ?!.
Incómoda fue también
la despedida, cuando se me acercó
y me dijo: “bueno, me das la mano o un abrazo”. Dudé. Dudé mucho. No si darle
la mano o un abrazo, sino en soltarle un improperio de vil bajeza, en tirarme
al suelo y patalear y reír
o en simplemente escupir al suelo y salir por la puerta como una Estela
Reynolds cualquiera. Finalmente alargué la mano, miré hacía otro lado y prometí
no volver.
Un chasco este parque de atracciones, sin
duda, pero por suerte he podido asistir a Port Aventura, y por ahí vamos mucho mejor.
Creo que para ayudar a los demás se debe tener una serie de capacidades que no todos tienen. Pueden tener buena voluntad y preparación académica pero quizá no cierta entereza personal, y eso se nota…
ResponderEliminarAdemás, el detalle de las sillas psicópatas tampoco ayudaba mucho a crear buen ambiente.
Creo que cinco años aprobando exámenes de conductismo no puede ser nada bueno, (eso de la neuroplasticiad tiene su claro ejemplo en Paquita). Me parece que esta señora ni siquiera olió un libro de Jung...
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