En Medio de la Tierra. Así
se denomina desde tiempos inmemoriales a lo que se ha considerado como un mar.
Pero no siempre ha sido así. La denominación de Mare
Nostrum fue común durante años a la parte de agua comprendida entre Italia,
Cerdeña, Sicilia y Córcega. Evidentemente esa fue la denominación que el pueblo
romano le dió a lo que siempre había sido un compendio de mares, entre los que
se encontraban el Tirreno, Adriático, Jónico, Egeo...
Y el Mare Nostrum fue aumentando conforme aumentaban las
conquistas de Roma, hasta que se convirtió en lo que hoy conocemos como tal.
Pero, a pesar de ese criterio de unificación -más bien de
dominación- por parte de los conquistadores romanos, el Mediterráneo era un
lugar en el que se encontraban toda una serie de razas, de costumbres... de
colores.
El constante enfrentamiento de las costumbres entre la
tierra y el mar, dió lugar a dos tipos de pueblo -casi podríamos decir razas-
diferenciados: los pueblos de tierra y los pueblos de mar, o lo que es lo
mismo, las epirocracias y las talasocracias.
Los estados epirocráticos, amparados por la orografía,
estaban resguardados del resto de los pueblos, y no sólo durante las épocas de
conquista, sino también de las influencias de los contactos que se hacían
frecuentemente con otros pueblos y con sus costumbres, contactos que se
llevaban a cabo a través de la navegación.
Y allí es donde nos encontramos con los estados
talasocráticos. Los pueblos cuya riqueza provenía precisamente de su
conocimiento de otros pueblos, de su comercio, de sus guerras, de su
agricultura.
Pero ese conocimento de la agricultura, que tanto hizo
florecer los cultivos del Litoral Mediterráneo, no se consiguió de un día para
otro. Un conocimiento extenso de la Tierra no se consigue en poco tiempo. Se
necesitan muchos años de unión con la Naturaleza para llegar a ello..., o bien
se puede usar lo que otros pueblos doctos en el tema saben. Y parece ser que en
este caso lo sucedido se acerca más a lo segundo. Echemos un vistazo a las
“cosas que deben ser leídas”.
Cuenta la leyenda que Herakles fue el encargado de robar
las manzanas del Jardín de las Hespérides, de las Hijas de Poniente.
Las Hespérides eran tres hermanas, hijas del dios Atlas,
y tenían unas características bastante curiosas. Para empezar su tesoro lo
guardaban en un jardín, y se trataba de unas extrañas manzanas, unas manzanas
de oro. Evidentemente tan atractiva
posesión estaba defendida por alguien
del tamaño que el asunto merecía. El Gigante Anteo, el Hijo de la
Tierra, el que se interpuso entre Herakles y las Hespérides y que fue vencido
usando la ingeniosa táctica de levantarlo en vilo para que no tocara la tierra,
pues el ser ésta su madre, le renovaba las fuerzas.
Cuando Herakles llegó al Jardín de las Hespérides se
encontró con que éstas eran cada una de un color. Hesperia era roja, Eglé era
blanca y Aretusa era negra. Evidentemente eso al héroe pre-griego le importó
bien poco, él viajó hasta allí en busca de las manzanas.
Pero un trabajo anterior de Herakles fue también un robo,
el robo de los bueyes de Gerión -por cierto, otro gigante-.
Si nos detenemos un poco, quizá no sea aventurado ver ahí
un intento del pueblo pre-griego de conseguir algo que tenía que ver con el
pastoreo y la ganadería. Dato que toma más fuerza con el relato de las
Hespérides.
Volviendo a éstas, la manzana siempre se ha tomado como
elemento de sabiduría, elemento que además proporcionaba riqueza -eran de oro-,
y que era compartido por tres hermanas de un color cada una. ¿Quizás estamos
ante un secreto que se componía de lo que al respecto podían aportar las tres
grandes razas -negra, roja y blanca-?, ¿o también de un secreto de iniciación?
-los tres colores son el símbolo de los pasos que conducen a la consecución de
la Gran Obra Alquímica-. ¿Quizás hay un poco de los dos?
Pero lo importante es que Herakles llevó las manzanas a
su tierra, y a partir de eso pudo florecer la cultura griega, ya que gracias a
su anterior misión con Gerión, ya conocían la ganadería.
Y floreció en el Mediterráneo. Con un pueblo que tuvo que
aprender a navegar (Herakles fue por tierra), y que merced a ello volvió a
encontrarse con los descendientes de las Hespérides. Los griegos eran blancos,
arios; los cartagineses eran rojos, semitas; y el comercio con África les hizo
reunir a la tercera raza, la negra.
Ahora nos encontramos con que la mitología nos conduce a
un encuentro entre las tres razas.
Pero hay quien interpreta los colores de forma diferente.
Una vieja máxima nos dice que el niño aprende de la
sangre y de la leche. Quizá tenga menos misterio de lo que parece. Ahora
podemos entender algo que a los antiguos les costaba más trabajo. El niño
aprende de la sangre ¿cuántas veces usamos palabras semejantes para aludir a
una conducta adquirida o innata, transmitida de generación en generación por
vía sanguínea, por la herencia, por los genes... Ese es el color rojo. La leche
sería lo que el niño recibe de la madre, es decir, la educación, la conducta
aprendida, “lo que enseñan los libros”. Ese es el blanco. Y ahora nos topamos
con lo más escondido de todo -lógico-. El negro siempre se ha usado como
símbolo de algo escondido, de algo oculto, y si antes se ha estado hablando en
metáfora ¿puede ser que el color negro que se “oculta” en la frase nos conduzca
a una educación efectivamente oculta, a un conocimiento reservado sólo para
unos pocos, a una iniciación? Pero a una iniciación ¿de qué?
Los mismos tres colores, ya lo hemos dicho, son un
símbolo alquímico, un símbolo del manejo de los elementos, y si recordamos que
a los celtas , grandes conservadores de secretos antiguos, se les atribuye la
“creación” de diversos cereales, así como de las propias manzanas, puede que
hallemos la respuesta. Tres razas guardaban, en manos de los educados bajo el
conocimiento preciso y no conocido por todos, el secreto de la agricultura, de
los injertos, de la solución al hambre y por lo tanto del comienzo del
comercio, y fue precisamente en ese Mediterráneo, en ese foco de razas,
culturas y enigmas donde se fraguó todo.
Puede que eso sea lo que al Mare Nostrum nos quiere
transmitir... o puede que no.
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