Conocí al gran maestro
Toi–Xing en un frío mediodía de la cordillera tibetana.
Mi afán aventurero me
había llevado hasta esos increíbles y místicos parajes buscando algo, aunque en
realidad no sabía lo que era.
Tampoco sabía que me lo
iba a encontrar de esa manera y que,
desde ese momento, mi vida
cambiaría de manera sustancial.
Los lamas, en su
infinita hospitalidad, me habían ofrecido sentarme en el comedor del
lamasterio. Una estancia amplia, silenciosa y sin más adorno que unas pequeñas
estatuillas de Buda cuidadamente descolocadas.
Estaba ensimismado
observando con interés la extraña sopa que me habían puesto en el pequeño
cuenco de barro, mientras llegaba a indudables conclusiones acerca de la delgadez
de todos los monjes, cuando repentinamente sentí que había alguien a mi lado.
Volteé la cabeza con
sorpresa para descubrir a una escuálida figura que en principio creí que me
miraba con los ojos entreabiertos, si bien rápidamente caí en la cuenta de que
más me valía desechar ese tipo de susceptibilidad prejuiciosa mientras
estuviera por esas geografías.
El hombre, tras
escrutarme de manera que me hizo sentir que todo mi ser podía caber por esos
ojillos entreabiertos, sonrió profusamente, se mesó los largos bigotes que
parecían huir de las comisuras de su boca y comenzó a ingerir ese extraño
mejunje al cual mis anfitriones llamaban comida.
Le devolví la sonrisa a
pesar de que estaba más atento de su escudilla que de mi presencia y tomé los
palillos para comenzar a rebuscar entre el líquido algo que pudiera ser
masticado.
Mi peculiar compañero
de mesa rompió su silencio.
– ¿Tú sel folastelo?
¿Quién sel?
– Soy Bartolomé
–contesté, esta vez sí, mostrando la sonrisa que antes no pude mostrarle e
intentando parecer lo más amable posible.
– Ah. Baltolomé
–exclamó mientras miraba su comida como si también pretendiera encontrar algo
sólido en ella.
– ¿Sabe usted español?
–dije pretendiendo establecer una conversación.
El hombre me miró con
los ojos más abiertos que de costumbre y dijo –no–, lo cual me llevó a sentirme
como el mayor idiota del mundo.
No sabía cómo arreglar
mi metedura de pata, pero si me sentía
mal en ese momento, no era en absoluto
comparable con cómo me sentí cuando, sin levantar los ojos del cuenco dijo
–pleguntas obvias como alas en un balco: inútiles–.
Intentando recomponerme
y combinándolo con un esfuerzo para no partirle la cara dado el lugar en el que
nos hallábamos, por fin logré encontrar un pedazo de algo, que aunque de casi
imposible identificación podía ser presa
de mis dientes, y me dispuse a cogerlo con los palillos.
– Tú cogel palillos
como chino.
Le miré con
desconfianza. Me daba la sensación de que tramaba algo. Posiblemente hacerme
perder la paciencia.
– Si... me enseño una china – respondí sin confiarme
mucho.
– ¿Cómo decil que
llamalte?
–Bartolomé.
–No palecel nomble
chino.
– No... soy español.
– Y entonces ¿pol qué
cogel palillos como chino?
– Pues... porque...
es interesante conocer otras culturas,
otras costumbres...
– ¿Y tú cleel que podel
conocel costumbles chinas comiendo con palillos?
En ese momento me sentí
verdaderamente ofendido. Levantándome de la mesa le increpé.
– ¡Señor, estoy
intentando ser educado!
El hombrecillo me miró
de nuevo de arriba a abajo y de nuevo sonrío mientras decía –pues ahí de pie y
glitando como enelgúmeno, la veldad es que intental muy mal –.
De nuevo me sentí en
evidencia ante mí mismo. No sabía qué
hacer. Dudaba entre darle las gracias por la lección de humildad o dos bofetadas
por chulo. Afortunadamente tomé una tercera opción. Recogí mis pocas
pertenencias, las introduje en mi mochila y salí del comedor.
No había caminado más
de veinte metros cuando me topé con un lama,
el cual, tras el consabido saludo, me preguntó en perfecto español
acerca de la comida.
No sabía muy bien qué
contestarle en lo que respectaba al contenido del cuenco, por lo que, esquivando la respuesta, le
pregunté por mi acompañante.
Esperaba que me dijera
que era un mendigo o un pobre loco al que daban de comer por caridad una o dos
veces al año...
– Honorable
invitado, debe usted sentirse muy
honrado. Ha tenido el privilegio de compartir el místico momento de la comida
con el Gran Maestro Toi–Xing. Su nombre,
conocido en todos los lugares de la comarca, significa "el que no
tiene" o "el que carece" en referencia a que nada es suyo, no
tiene pertenencias. De hecho, en su sabiduría afirma que ni siquiera su cuerpo
es suyo sino prestado por unos años,
pasados los cuales será reclamado por su Verdadero Dueño. Ninguna
persona que comparta unos minutos con él se va sin recibir una enseñanza.
– Pues o soy el primero
o me he llevado varias de golpe –acerté a mascullar.
El monje sonrió como si
no fuera la primera vez que se encontraba con una situación así y se alejó
haciéndome una nueva reverencia.
Mientras tanto yo, con
el estómago vacío de comida y la cabeza llena de dudas, me retiré a mi celda.