jueves, 26 de febrero de 2015

PRÓLOGO



Conocí al gran maestro Toi–Xing en un frío mediodía de la cordillera tibetana. 

Mi afán aventurero me había llevado hasta esos increíbles y místicos parajes buscando algo, aunque en realidad no sabía lo que era. 

Tampoco sabía que me lo iba a encontrar de esa manera y que,  desde ese momento,  mi vida cambiaría de manera sustancial. 

Los lamas, en su infinita hospitalidad, me habían ofrecido sentarme en el comedor del lamasterio. Una estancia amplia, silenciosa y sin más adorno que unas pequeñas estatuillas de Buda cuidadamente descolocadas. 

Estaba ensimismado observando con interés la extraña sopa que me habían puesto en el pequeño cuenco de barro, mientras llegaba a indudables conclusiones acerca de la delgadez de todos los monjes, cuando repentinamente sentí que había alguien a mi lado. 

Volteé la cabeza con sorpresa para descubrir a una escuálida figura que en principio creí que me miraba con los ojos entreabiertos, si bien rápidamente caí en la cuenta de que más me valía desechar ese tipo de susceptibilidad prejuiciosa mientras estuviera por esas geografías. 

El hombre, tras escrutarme de manera que me hizo sentir que todo mi ser podía caber por esos ojillos entreabiertos, sonrió profusamente, se mesó los largos bigotes que parecían huir de las comisuras de su boca y comenzó a ingerir ese extraño mejunje al cual mis anfitriones llamaban comida. 

Le devolví la sonrisa a pesar de que estaba más atento de su escudilla que de mi presencia y tomé los palillos para comenzar a rebuscar entre el líquido algo que pudiera ser masticado. 

Mi peculiar compañero de mesa rompió su silencio. 

– ¿Tú sel folastelo? ¿Quién sel?

– Soy Bartolomé –contesté, esta vez sí, mostrando la sonrisa que antes no pude mostrarle e intentando parecer lo más amable posible. 

– Ah. Baltolomé –exclamó mientras miraba su comida como si también pretendiera encontrar algo sólido en ella. 

– ¿Sabe usted español? –dije pretendiendo establecer una conversación.

El hombre me miró con los ojos más abiertos que de costumbre y dijo –no–, lo cual me llevó a sentirme como el mayor idiota del mundo.

No sabía cómo arreglar mi metedura de pata,  pero si me sentía mal en ese momento,  no era en absoluto comparable con cómo me sentí cuando, sin levantar los ojos del cuenco dijo –pleguntas obvias como alas en un balco: inútiles–. 

Intentando recomponerme y combinándolo con un esfuerzo para no partirle la cara dado el lugar en el que nos hallábamos, por fin logré encontrar un pedazo de algo, que aunque de casi imposible identificación  podía ser presa de mis dientes, y me dispuse a cogerlo con los palillos.

– Tú cogel palillos como chino. 

Le miré con desconfianza. Me daba la sensación de que tramaba algo. Posiblemente hacerme perder la paciencia. 

– Si...  me enseño una china – respondí sin confiarme mucho. 

– ¿Cómo decil que llamalte?

–Bartolomé.

–No palecel nomble chino. 

– No... soy español. 

– Y entonces ¿pol qué cogel palillos como chino?

– Pues...  porque...  es interesante conocer otras culturas,  otras costumbres...

– ¿Y tú cleel que podel conocel costumbles chinas comiendo con palillos?

En ese momento me sentí verdaderamente ofendido. Levantándome de la mesa le increpé.

– ¡Señor, estoy intentando ser educado!

El hombrecillo me miró de nuevo de arriba a abajo y de nuevo sonrío mientras decía –pues ahí de pie y glitando como enelgúmeno, la veldad es que intental muy mal –.

De nuevo me sentí en evidencia ante mí mismo.  No sabía qué hacer. Dudaba entre darle las gracias por la lección de humildad o dos bofetadas por chulo. Afortunadamente tomé una tercera opción. Recogí mis pocas pertenencias, las introduje en mi mochila y salí del comedor. 

No había caminado más de veinte metros cuando me topé con un lama,  el cual, tras el consabido saludo, me preguntó en perfecto español acerca de la comida.

No sabía muy bien qué contestarle en lo que respectaba al contenido del cuenco,  por lo que, esquivando la respuesta, le pregunté por mi acompañante. 

Esperaba que me dijera que era un mendigo o un pobre loco al que daban de comer por caridad una o dos veces al año...

– Honorable invitado,  debe usted sentirse muy honrado. Ha tenido el privilegio de compartir el místico momento de la comida con el Gran Maestro Toi–Xing. Su nombre,  conocido en todos los lugares de la comarca, significa "el que no tiene" o "el que carece" en referencia a que nada es suyo, no tiene pertenencias. De hecho, en su sabiduría afirma que ni siquiera su cuerpo es suyo sino prestado por unos años,  pasados los cuales será reclamado por su Verdadero Dueño. Ninguna persona que comparta unos minutos con él se va sin recibir una enseñanza. 

– Pues o soy el primero o me he llevado varias de golpe –acerté a mascullar.

El monje sonrió como si no fuera la primera vez que se encontraba con una situación así y se alejó haciéndome una nueva reverencia. 

Mientras tanto yo, con el estómago vacío de comida y la cabeza llena de dudas,  me retiré a mi celda.

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