Había
pasado un día completo durante el cual no había visto al gran maestro Toi–Xing.
Por momentos pensaba que era un día de suerte en el que sus dientes y mi ego
podían considerarse a salvo aunque sabía a ciencia cierta que poco dura la
alegría en la casa del pobre.
Deambulaba
por los jardines del lamasterio disfrutando sufridamente de la noche de los
Himalayas. El cielo estaba totalmente despejado y cubierto de estrellas, como
si la madre de todas las luces acabara de parir y hubiera huido al comprobar lo
que había hecho.
En
ese mismo instante me vino a la memoria el sueño que tuve la noche anterior. En
él me vi exactamente en el lugar en el que estaba en ese momento cuando de
repente comenzaron a aparecer nubes por todas partes y se desató una terrible
lluvia.
Lo
curioso de la escena es que cada gota que caía del cielo tenía en su interior
el rostro sonriente de Toi–Xing. En pocos segundos me vi abrumado por miles de
pequeños y húmedos toixines que inundaban los sagrados jardines. Incluso en los
charcos se me aparecía la cara del sabio y si bien intentaba no pisarlos, no
podía evitarlo. De incomprensible manera, mis pisadas deformaban el agua pero
no la imagen del maestro.
Y ahí
estaba yo, retorciendo mis neuronas y llegando a la conclusión de que la
presencia del viejo sabio comenzaba a convertirse en una obsesión de la cual mi
subconsciente me estaba avisando. Lo que no sé es si me avisaba para acercarme
a sus enseñanzas o para huir de su cercanía.
No me
hizo falta apresurarme a encontrar una respuesta. Exhalando un aliento que se
tornó gélido nada más salir de mi boca, me di media vuelta para volver a mi
celda a descansar, cuando de repente compruebo sorprendido cómo detrás de mí
estaba Toi–Xing, con esa sonrisa que no dejaba de parecerme un catálogo de
pianos de cola y con la extraña sensación de que llevaba ahí mucho más tiempo
del que me parecía a simple vista.
–
Saludos, honolable Baltolomé.
–
Saludos, maestro –respondí intentando no perder la compostura y salir corriendo
como un elefante ante la presencia de un ratón gigante.
–
¿Qué hacel estilando cuello? Por mucho que tú intental, no sel nunca capaz de
llegal a estlellas... al menos con ese método.
Reconozco
que o bien me pilló desprevenido o bien me estaba ablandando, pero lo cierto es
que me hizo gracia su ocurrencia y mi respuesta fue una sonrisa.
–
¿Qué buscal?
–
Nada en especial, sólo miraba las estrellas.
– ¿Y
pala milal estlellas lecolel miles de kilómetlos? Nunca habel estado en España,
pelo cleel que allí también habel estlellas ¿habelas lobado alguien acaso?
Volví
a responder con una sonrisa.
–
Plegunta no lespodida como lección no aplendida: tenel que lepetil. ¿Qué
buscal?
Dirigí
mi vista al suelo como si la solitaria lombriz que comenzaba a horadar la
tierra para acomodar su residencia nocturna pudiera darme una respuesta. No lo
hizo.
–
Pues si le digo la verdad, y visto lo visto no me queda otro remedio... no lo
sé. Quizás esté buscándome a mí mismo.
–
Igual de insensato –aseveró el viejo mientras parecía que buscaba a la huidiza
oruga que, astutamente y viendo la situación, había optado acertadamente por
desaparecer bajo tierra.
Un
gran signo de interrogación debió aparecer sobre mi cabeza, porque mi
interlocutor me miró como si yo le hubiera hecho una pregunta muda y me
respondió a lo que no había llegado a pronunciar.
– Si
tú venil a glan distancia para buscar estlellas que tenel en casa sel glan
insensatez. Si tú venil a glan distancia para buscal algo que tenel dentlo sel
glan insensatez.
Como
ya no estaba la lombriz decidí que no merecía la pena mirar otra vez al suelo,
así que enfrenté la mirada entreverada de Toi–Xing.
– No
sé, maestro, quizá... quizá le buscaba a usted.
– Hoy
día de insensateces ¿tenel estlellas que están más lejos en tu país y no tenel
ningún maestlo que estal más celca que estlellas? Tú dejal de sel ilesponsable
o soldo y contestal... ¿qué buscal?
–
Quedé un tiempo pensando. Creo que no fue demasiado, pero llegué a la
conclusión de que el pensamiento, como la lombriz, no era capaz de llevarme a
una respuesta así que, dejándome llevar por la intuición respondí –quizá estoy
buscando la escalera–.
–
¿Qué escalela?
– La
que me une a mí... conmigo.
–
¡Ah! Tú il mejolando lespuestas.
–
Gracias... supongo, aunque ya puestos, podía haber respondido que un ascensor.
– ¿Un
ascensol? ¿Pol qué ascensol y no eslalela?
Otra
vez tuve la terrible sensación de que había metido la pata más profundamente
que la lombriz la cabeza.
– No
sé... es más cómodo...
–
Lespuesta incolecta. Tenel segunda opoltunidad o pasal a siguiente conculsante
–dijo el sabio no sin una evidente dosis de sorna.
–
Pues salvo el detalle de la comodidad no veo más diferencia.
–
¡Exacto!
–
¿Exacto?
– Sí,
exacto. En ascensol tú plesional botón y llegal a piso deseado. En escalela tú
tenel que hacel esfuelzo pala subil.
No
pude evitarlo y me vinieron a la mente las imágenes de las escaleras mecánicas
del metro y de los centros comerciales, pero preferí no avivar ninguna hoguera
cuyo fuego me pudiera quemar.
–
Salvo escalelas mecánicas de esas que tenel en tu país, pero eso sel ascensoles
camuflados.
Preferí
aceptar lo ocurrido sin buscar ninguna explicación.
–
Entonces he venido buscando la escalera que me haga, tras un esfuerzo y un
recorrido de camino ascendente, encontrarme con una parte de mí mismo que
siempre he tenido dentro aunque nunca he logrado encontrar...
Toi–Xing
me miró atentamente sin articular palabra y sin hacer mueca alguna, como si
esperase a que terminara mi frase.
–
Pero entonces... hay una cosa que no entiendo...
Ahí
sí esbozó una sonrisa.
– Si
sólo habel una cosa que no entendel, estal muy celca de sabidulía.
– De
acuerdo, hay muchas cosas que no entiendo, pero ahora me refería a una en
concreto. Si he venido hasta aquí buscando algo que tengo dentro y habiendo
maestros en mi país... ¿por qué he venido hasta aquí recorriendo miles de
kilómetros?
– Ah,
eso sel tlampa. Esa plegunta hacel yo antes.
–
Cierto, pero... es que no tengo respuesta.
El
viejo sabio volvió a publicar su catálogo de teclas de piano y a cerrar aún más
sus aprendices de ojos.
– Tú
subil escalela, pelo alguien tenel que constluila... y chinos sel más balatos.
No
tuve más remedio que reír a carcajadas y por primera vez comprobé que Toi–Xing
también sabía hacerlo aún a costa de ser un atentado a la estética.
Cuando
se terminaron las risas, me dispuse a despedirme del sabio hasta el día
siguiente. La noche era demasiado fría como para hacerse el héroe aunque el
viejo no parecía tener frío.
Nos
encaminábamos en silencio hacia la zona de habitaciones cuando Toi–Xing se
detuvo y se puso a mirar al cielo.
–
¿Ocurre algo, Maestro? ¿No estará usted buscando estrellas? –dije aún a
sabiendas de que estaba aumentando considerablemente mi exposición al peligro.
El
sabio me miró sonriendo.
– En
absoluto, pelo pol si acaso, yo esta noche tendlía celca un palaguas... nunca
se sabe cuándo pueden llovel chinos.
Y
dicho ésto se dio media vuelta y se metió en el edificio dejándome con dos
palmos de narices, sin palabras, sin posibilidad de hacer el más mínimo
comentario y curiosamente... sin frío.