domingo, 22 de marzo de 2015

CAPÍTULO 2



Había pasado un día completo durante el cual no había visto al gran maestro Toi–Xing. Por momentos pensaba que era un día de suerte en el que sus dientes y mi ego podían considerarse a salvo aunque sabía a ciencia cierta que poco dura la alegría en la casa del pobre.

Deambulaba por los jardines del lamasterio disfrutando sufridamente de la noche de los Himalayas. El cielo estaba totalmente despejado y cubierto de estrellas, como si la madre de todas las luces acabara de parir y hubiera huido al comprobar lo que había hecho.

En ese mismo instante me vino a la memoria el sueño que tuve la noche anterior. En él me vi exactamente en el lugar en el que estaba en ese momento cuando de repente comenzaron a aparecer nubes por todas partes y se desató una terrible lluvia.

Lo curioso de la escena es que cada gota que caía del cielo tenía en su interior el rostro sonriente de Toi–Xing. En pocos segundos me vi abrumado por miles de pequeños y húmedos toixines que inundaban los sagrados jardines. Incluso en los charcos se me aparecía la cara del sabio y si bien intentaba no pisarlos, no podía evitarlo. De incomprensible manera, mis pisadas deformaban el agua pero no la imagen del maestro.

Y ahí estaba yo, retorciendo mis neuronas y llegando a la conclusión de que la presencia del viejo sabio comenzaba a convertirse en una obsesión de la cual mi subconsciente me estaba avisando. Lo que no sé es si me avisaba para acercarme a sus enseñanzas o para huir de su cercanía.

No me hizo falta apresurarme a encontrar una respuesta. Exhalando un aliento que se tornó gélido nada más salir de mi boca, me di media vuelta para volver a mi celda a descansar, cuando de repente compruebo sorprendido cómo detrás de mí estaba Toi–Xing, con esa sonrisa que no dejaba de parecerme un catálogo de pianos de cola y con la extraña sensación de que llevaba ahí mucho más tiempo del que me parecía a simple vista.

– Saludos, honolable Baltolomé.

– Saludos, maestro –respondí intentando no perder la compostura y salir corriendo como un elefante ante la presencia de un ratón gigante.

– ¿Qué hacel estilando cuello? Por mucho que tú intental, no sel nunca capaz de llegal a estlellas... al menos con ese método.

Reconozco que o bien me pilló desprevenido o bien me estaba ablandando, pero lo cierto es que me hizo gracia su ocurrencia y mi respuesta fue una sonrisa.

– ¿Qué buscal?

– Nada en especial, sólo miraba las estrellas.

– ¿Y pala milal estlellas lecolel miles de kilómetlos? Nunca habel estado en España, pelo cleel que allí también habel estlellas ¿habelas lobado alguien acaso?

Volví a responder con una sonrisa.

– Plegunta no lespodida como lección no aplendida: tenel que lepetil. ¿Qué buscal?

Dirigí mi vista al suelo como si la solitaria lombriz que comenzaba a horadar la tierra para acomodar su residencia nocturna pudiera darme una respuesta. No lo hizo.

­– Pues si le digo la verdad, y visto lo visto no me queda otro remedio... no lo sé. Quizás esté buscándome a mí mismo.

– Igual de insensato –aseveró el viejo mientras parecía que buscaba a la huidiza oruga que, astutamente y viendo la situación, había optado acertadamente por desaparecer bajo tierra.

Un gran signo de interrogación debió aparecer sobre mi cabeza, porque mi interlocutor me miró como si yo le hubiera hecho una pregunta muda y me respondió a lo que no había llegado a pronunciar.

– Si tú venil a glan distancia para buscar estlellas que tenel en casa sel glan insensatez. Si tú venil a glan distancia para buscal algo que tenel dentlo sel glan insensatez.

Como ya no estaba la lombriz decidí que no merecía la pena mirar otra vez al suelo, así que enfrenté la mirada entreverada de Toi–Xing.

– No sé, maestro, quizá... quizá le buscaba a usted.

– Hoy día de insensateces ¿tenel estlellas que están más lejos en tu país y no tenel ningún maestlo que estal más celca que estlellas? Tú dejal de sel ilesponsable o soldo y contestal... ¿qué buscal?

– Quedé un tiempo pensando. Creo que no fue demasiado, pero llegué a la conclusión de que el pensamiento, como la lombriz, no era capaz de llevarme a una respuesta así que, dejándome llevar por la intuición respondí –quizá estoy buscando la escalera­–.

– ¿Qué escalela?

– La que me une a mí... conmigo.

– ¡Ah! Tú il mejolando lespuestas.

– Gracias... supongo, aunque ya puestos, podía haber respondido que un ascensor.

– ¿Un ascensol? ¿Pol qué ascensol y no eslalela?

Otra vez tuve la terrible sensación de que había metido la pata más profundamente que la lombriz la cabeza.
– No sé... es más cómodo...

– Lespuesta incolecta. Tenel segunda opoltunidad o pasal a siguiente conculsante –dijo el sabio no sin una evidente dosis de sorna.

– Pues salvo el detalle de la comodidad no veo más diferencia.

– ¡Exacto!

– ¿Exacto?

– Sí, exacto. En ascensol tú plesional botón y llegal a piso deseado. En escalela tú tenel que hacel esfuelzo pala subil.

No pude evitarlo y me vinieron a la mente las imágenes de las escaleras mecánicas del metro y de los centros comerciales, pero preferí no avivar ninguna hoguera cuyo fuego me pudiera quemar.

– Salvo escalelas mecánicas de esas que tenel en tu país, pero eso sel ascensoles camuflados.

Preferí aceptar lo ocurrido sin buscar ninguna explicación.

– Entonces he venido buscando la escalera que me haga, tras un esfuerzo y un recorrido de camino ascendente, encontrarme con una parte de mí mismo que siempre he tenido dentro aunque nunca he logrado encontrar...

Toi–Xing me miró atentamente sin articular palabra y sin hacer mueca alguna, como si esperase a que terminara mi frase.

– Pero entonces... hay una cosa que no entiendo...

Ahí sí esbozó una sonrisa.

– Si sólo habel una cosa que no entendel, estal muy celca de sabidulía.

– De acuerdo, hay muchas cosas que no entiendo, pero ahora me refería a una en concreto. Si he venido hasta aquí buscando algo que tengo dentro y habiendo maestros en mi país... ¿por qué he venido hasta aquí recorriendo miles de kilómetros?

– Ah, eso sel tlampa. Esa plegunta hacel yo antes.

– Cierto, pero... es que no tengo respuesta.

El viejo sabio volvió a publicar su catálogo de teclas de piano y a cerrar aún más sus aprendices de ojos.
– Tú subil escalela, pelo alguien tenel que constluila... y chinos sel más balatos.

No tuve más remedio que reír a carcajadas y por primera vez comprobé que Toi–Xing también sabía hacerlo aún a costa de ser un atentado a la estética.

Cuando se terminaron las risas, me dispuse a despedirme del sabio hasta el día siguiente. La noche era demasiado fría como para hacerse el héroe aunque el viejo no parecía tener frío.

Nos encaminábamos en silencio hacia la zona de habitaciones cuando Toi–Xing se detuvo y se puso a mirar al cielo.

– ¿Ocurre algo, Maestro? ¿No estará usted buscando estrellas? –dije aún a sabiendas de que estaba aumentando considerablemente mi exposición al peligro.

El sabio me miró sonriendo.

– En absoluto, pelo pol si acaso, yo esta noche tendlía celca un palaguas... nunca se sabe cuándo pueden llovel chinos.

Y dicho ésto se dio media vuelta y se metió en el edificio dejándome con dos palmos de narices, sin palabras, sin posibilidad de hacer el más mínimo comentario y curiosamente... sin frío.

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